miércoles, 25 de diciembre de 2019

El burro que nunca fue mío (un cuento navideño)

Fuente de la imagen: Freepick

Salí corriendo de la cafetería como si me persiguiera un toro. Desde la esquina al final de Sabana Grande vi al autobús en la parada al otro lado de la calle. La crucé esquivando los coches. Grité a todo pulmón para que no arrancara, pero allí quedé plantado, mirando como el autobús se iba en dirección a la Plaza Venezuela. Vaya mala suerte, me dije. Una voz infantil me sacó del letargo momentáneo, ese que se siente cuando perdemos algo:
—Señor, una arepa a cambio de este burro.
Giro y en efecto allí estaba un burro atado con un cordel que sujetaba un niño no más alto que la grupa del animal.
—¿De dónde sacaste ese burro?
—Eso no le importa. ¿Lo quiere o no?
—Y qué haré con un burro.
—Eso es problema suyo.
—¿Por una arepa?
—O dos, o tres. Lo que usted pueda.
Miré al burro, miré al niño, los dos igual de famélicos.
—¿Este burro es tuyo?
—Sí. Ahora sí.
—¿Y antes?
—No sé.
—¿Lo robaste?
—¡No!
—¿Entonces?
—Lo rescaté. Estaba parado en medio de la calle, en la avenida Casanova. Lo llamé: ¡Eh, burro, ven acá! Lo volví a llamar y nada. ¡Burro es burro ¿sabe? Entonces saqué el peazo de pan con mortadela que me dio mi amá ayer. Se lo mostré y ahí sí vino.
—¡Salvaste al burro! Llévatelo a casa. Es tuyo —le dije.
—¿Pa’qué?
Pa’ cuidarlo.
—¿Con qué? Si amá me mandó a pedir comida para mis hermanitos.
Volví a mirar al burro y luego al crío. La desnudez de sus pies tintados de hollín, una camiseta que no conocía detergente y agua desde hace tiempo y unos pantaloncitos que recordaban a un colador me contaron su historia personal.
—¿Lo quiere o no? —insistió.
Media hora después iba yo montado en mi burrito sabanero (así le llamé porque me lo entregó en Sabana Grande frente a una tienda de víveres). Con lo que me pagaron lavando platos en la cafetería compré un kilo de harina de maíz, mortadela y margarina para el crío y unas zanahorias para el burro. No me pregunten por qué zanahorias, lo que sí es que estaban de oferta y blanditas. No fue fácil convencer al burro para que yo me montara en él. Con mis escasos quince años qué iba a saber cómo tratar a un burro. Empezó a dar coces y a rebuznar como loco. Lo acaricié, nada. Le hablé, nada. Le puse una zanahoria en frente de las narices y casi me come la mano. Aaaah, le dije, lo que quieres es comer.
Todo fue bien hasta que el burrito se empecinó en devolverse. Yo quería ir hacia el oeste y él hacia el este. Me bajé del burro y traté de arrearlo hacia San Bernardino. Saqué una zanahoria, se la comió. Saqué otra e hizo más de lo mismo, pero no hubo manera de colocarlo con la cola hacia el este. El atardecer amenazaba con una pronta oscuridad. Pensé en dejarlo en el Parque Los Caobos, cosa que hice y comenzó a rebuznar de nuevo cuando había caminado yo unos veinte pasos. Me detuve a ver si alguien se lo llevaba. Todos pasaron de largo mientras el muy condenado rebuznaba cada vez más alto.
Diez minutos más tarde me apiadé del bendito burrito. Anda, le dije montándome en él, a ver si en el camino encontramos otro tonto como yo. La cruz del Ávila brillaba diferente anoche. Las estrellas titilaban marcando el compás de alguna melodía que no reconocí. De todas las personas que nos cruzamos en el camino, nadie, pero nadie se fijó en esta estampa ridícula de mí montado en un borrico a esa hora de la noche en una Caracas desaliñada. Yo sonreía y ofrecía con un ademán al cuatro patas diciéndole ¿lo quieres? Fue inútil. El animal se encaminó hacia el norte, subiendo por Las Palmas. Llegamos a la Cota Mil y el empecinado me llevó por el hombrillo (arcén). Desde los coches, algunos me mostraban el acostumbrado dedo ofensivo, otros bajaban la ventana para gritarme cualquier barbaridad que me niego a repetir. Pude haberlo dejado allí en venganza, pero la sola idea de caminar por el hombrillo me daba repelús.
Antes de llegar a la altura de La Castellana un policía motorizado me alcanzó. Honestamente pensé que me iba a bajar de la mula. Dinerillo no me quedaba, solo un par de zanahorias en un bolsillo. Pero, si se llevaba al burro detenido…  
Para mi sorpresa, el policía me hizo señales de que lo siguiera y paró el tráfico para que el burro y yo cruzáramos la Cota Mil.
—¡Arrea ese burro! —gritó el policía— ¡que llegas tarde!
—¿A dónde?
—¡Vamos! ¡Bájate y tira de él! —Asunto que hice sin delación. Con la cara de pocos amigos que el uniformado tenía…
Cruzamos las cuatro vías de la Cota Mil y continuamos por el hombrillo en sentido contrario hasta que el policía se apeó de la moto e, impaciente, cruzó los brazos diciendo: sube por este sendero, no pares.
Y comencé a subir como un mameluco acordándome del fulano muchachito, de sus hermanitos, de su mamá… ¿Y si dejo aquí a este animal? Sin pensarlo dos veces solté el cordel y corrí cuesta abajo. Una avalancha de gente que subía me paró en seco. Un fogonazo en el cielo iluminó la montaña. En el cielo un cometa partía en dos la inmensa oscuridad. ¿Qué más me puede pasar?, pensé.
Miré hacia arriba, allí seguía el borrico, ahora rebuznando y dando coces por el susto. Miré hacia abajo: al frente de la avalancha venían tres guardias armados con fusiles:
—Agarra al burro antes de que se escape —me gritó uno de ellos.
Sujeté al condenado burro y marché cuesta arriba. La avalancha me superó a pocos metros. Iban cantando, alegres, casi fuera de sí. Hubo quienes acariciaron al burro, otros le ofrecieron flores para comer, hasta galletas y frutas y a este pobre diablo al que le dolían los pies, las piernas, el cuello, los brazos y pare usted de contar, solo fueron reclamos lo que le dieron.
De repente llegamos a una pequeña explanada.
—¡Suelta al burro! —gritó alguien a mi espalda.
¿Soltar al burro? Con gusto lo hubiera hecho de no ser que otro me arrancó el cordel de un manotazo.
—¡Ey, qué te has creído! ¡Ese burro es mío! —reclamé ofendido— ¡Ey, tú, es contigo!
Todos giraron la cabeza para mirarme feo, muy feo, mientras el cabrón del burro siguió andando, derechito hacia adelante, solo, solito el muy condenado, arrastrando el cordel y con rumbo fijo y no exagero si digo que aumentó la velocidad de sus pasos…¡el muy cabrón! Lo perseguí dando empujones y codazos para lograr alcanzarlo. La muchedumbre me impedía pasar mientras que se apartaban para abrir el camino al obcecado del burro. Estiré el cuello y lo vi subir por un pequeño sendero hacia una cueva ligeramente iluminada. El llanto de un bebé rompió el murmullo reinante. Un coro de voces acalló su llanto al son de un villancico, y otro, y otro más, mientras el burro, ¡mi burro! se acomodaba detrás de la mujer más hermosa que hayan visto mis ojos, una mulata de pelo azabache. Embelesado, caminé hasta el pie de la cueva, la miré cautivado por aquellos ojos dulces y risueños. El hombre que la acompañaba se agachó y bajito me dijo: gracias, compadre, por traerme al burro. Lo creí perdido. Jesús estará contigo a donde vayas, siempre.
Quise preguntarle quién era Jesús, pero el hombre se incorporó rápidamente para ofrecer su mano a una paloma blanca. Un murmullo general volvió a sobrevolar nuestras cabezas. Alguien comenzó a tocar un cuatro, le acompañó unas maracas y luego un furruco, un coro bajito comenzó a cantar “Corre caballito, vamos a Belén, a ver a María, y al Niño también…”
No vi al buey, vi al burro que no era mi burro y que nunca fue mi burro, vi a María, vi a José, y allí me quedé no sé cuánto tiempo en regocijo, alejado del día a día que me ha tocado vivir en mi país. Por unas horas, la alegría y la paz se alojaron en mi alma y… ¿por qué no? ¡La esperanza!
Susana Visalli

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