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Fuente de la imagen: Freepick |
Salí corriendo
de la cafetería como si me persiguiera un toro. Desde la esquina al final de
Sabana Grande vi al autobús en la parada al otro lado de la calle. La crucé
esquivando los coches. Grité a todo pulmón para que no arrancara, pero allí
quedé plantado, mirando como el autobús se iba en dirección a la Plaza
Venezuela. Vaya mala suerte, me dije. Una voz infantil me sacó del letargo
momentáneo, ese que se siente cuando perdemos algo:
—Señor, una
arepa a cambio de este burro.
Giro y en
efecto allí estaba un burro atado con un cordel que sujetaba un niño no más
alto que la grupa del animal.
—¿De dónde
sacaste ese burro?
—Eso no le
importa. ¿Lo quiere o no?
—Y qué haré
con un burro.
—Eso es problema
suyo.
—¿Por una
arepa?
—O dos, o
tres. Lo que usted pueda.
Miré al burro,
miré al niño, los dos igual de famélicos.
—¿Este burro
es tuyo?
—Sí. Ahora sí.
—¿Y antes?
—No sé.
—¿Lo robaste?
—¡No!
—¿Entonces?
—Lo rescaté.
Estaba parado en medio de la calle, en la avenida Casanova. Lo llamé: ¡Eh,
burro, ven acá! Lo volví a llamar y nada. ¡Burro es burro ¿sabe? Entonces saqué
el peazo de pan con mortadela que me
dio mi amá ayer. Se lo mostré y ahí
sí vino.
—¡Salvaste al
burro! Llévatelo a casa. Es tuyo —le dije.
—¿Pa’qué?
—Pa’ cuidarlo.
—¿Con qué? Si amá me mandó a pedir comida para mis
hermanitos.
Volví a mirar
al burro y luego al crío. La desnudez de sus pies tintados de hollín, una
camiseta que no conocía detergente y agua desde hace tiempo y unos
pantaloncitos que recordaban a un colador me contaron su historia personal.
—¿Lo quiere o
no? —insistió.
Media hora
después iba yo montado en mi burrito sabanero (así le llamé porque me lo
entregó en Sabana Grande frente a una tienda de víveres). Con lo que me pagaron
lavando platos en la cafetería compré un kilo de harina de maíz, mortadela y margarina
para el crío y unas zanahorias para el burro. No me pregunten por qué
zanahorias, lo que sí es que estaban de oferta y blanditas. No fue fácil
convencer al burro para que yo me montara en él. Con mis escasos quince años
qué iba a saber cómo tratar a un burro. Empezó a dar coces y a rebuznar como
loco. Lo acaricié, nada. Le hablé, nada. Le puse una zanahoria en frente de las
narices y casi me come la mano. Aaaah, le dije, lo que quieres es comer.
Todo fue bien
hasta que el burrito se empecinó en devolverse. Yo quería ir hacia el oeste y
él hacia el este. Me bajé del burro y traté de arrearlo hacia San Bernardino.
Saqué una zanahoria, se la comió. Saqué otra e hizo más de lo mismo, pero no
hubo manera de colocarlo con la cola hacia el este. El atardecer amenazaba con
una pronta oscuridad. Pensé en dejarlo en el Parque Los Caobos, cosa que hice y
comenzó a rebuznar de nuevo cuando había caminado yo unos veinte pasos. Me
detuve a ver si alguien se lo llevaba. Todos pasaron de largo mientras el muy
condenado rebuznaba cada vez más alto.
Diez minutos
más tarde me apiadé del bendito burrito. Anda, le dije montándome en él, a ver
si en el camino encontramos otro tonto como yo. La cruz del Ávila brillaba
diferente anoche. Las estrellas titilaban marcando el compás de alguna melodía
que no reconocí. De todas las personas que nos cruzamos en el camino, nadie,
pero nadie se fijó en esta estampa ridícula de mí montado en un borrico a esa
hora de la noche en una Caracas desaliñada. Yo sonreía y ofrecía con un ademán
al cuatro patas diciéndole ¿lo quieres? Fue inútil. El animal se encaminó hacia
el norte, subiendo por Las Palmas. Llegamos a la Cota Mil y el empecinado me
llevó por el hombrillo (arcén). Desde los coches, algunos me mostraban el
acostumbrado dedo ofensivo, otros bajaban la ventana para gritarme cualquier
barbaridad que me niego a repetir. Pude haberlo dejado allí en venganza, pero la
sola idea de caminar por el hombrillo me daba repelús.
Antes de
llegar a la altura de La Castellana un policía motorizado me alcanzó.
Honestamente pensé que me iba a bajar de la mula. Dinerillo no me quedaba, solo
un par de zanahorias en un bolsillo. Pero, si se llevaba al burro detenido…
Para mi
sorpresa, el policía me hizo señales de que lo siguiera y paró el tráfico para
que el burro y yo cruzáramos la Cota Mil.
—¡Arrea ese
burro! —gritó el policía— ¡que llegas tarde!
—¿A dónde?
—¡Vamos!
¡Bájate y tira de él! —Asunto que hice sin delación. Con la cara de pocos
amigos que el uniformado tenía…
Cruzamos las
cuatro vías de la Cota Mil y continuamos por el hombrillo en sentido contrario hasta
que el policía se apeó de la moto e, impaciente, cruzó los brazos diciendo:
sube por este sendero, no pares.
Y comencé a
subir como un mameluco acordándome del fulano muchachito, de sus hermanitos, de
su mamá… ¿Y si dejo aquí a este animal? Sin pensarlo dos veces solté el cordel
y corrí cuesta abajo. Una avalancha de gente que subía me paró en seco. Un
fogonazo en el cielo iluminó la montaña. En el cielo un cometa partía en dos la
inmensa oscuridad. ¿Qué más me puede pasar?, pensé.
Miré hacia
arriba, allí seguía el borrico, ahora rebuznando y dando coces por el susto.
Miré hacia abajo: al frente de la avalancha venían tres guardias armados con
fusiles:
—Agarra al
burro antes de que se escape —me gritó uno de ellos.
Sujeté al
condenado burro y marché cuesta arriba. La avalancha me superó a pocos metros.
Iban cantando, alegres, casi fuera de sí. Hubo quienes acariciaron al burro,
otros le ofrecieron flores para comer, hasta galletas y frutas y a este pobre
diablo al que le dolían los pies, las piernas, el cuello, los brazos y pare
usted de contar, solo fueron reclamos lo que le dieron.
De repente
llegamos a una pequeña explanada.
—¡Suelta al
burro! —gritó alguien a mi espalda.
¿Soltar al
burro? Con gusto lo hubiera hecho de no ser que otro me arrancó el cordel de un
manotazo.
—¡Ey, qué te
has creído! ¡Ese burro es mío! —reclamé ofendido— ¡Ey, tú, es contigo!
Todos giraron la
cabeza para mirarme feo, muy feo, mientras el cabrón del burro siguió andando,
derechito hacia adelante, solo, solito el muy condenado, arrastrando el cordel
y con rumbo fijo y no exagero si digo que aumentó la velocidad de sus pasos…¡el
muy cabrón! Lo perseguí dando empujones y codazos para lograr alcanzarlo. La
muchedumbre me impedía pasar mientras que se apartaban para abrir el camino al obcecado
del burro. Estiré el cuello y lo vi subir por un pequeño sendero hacia una
cueva ligeramente iluminada. El llanto de un bebé rompió el murmullo reinante.
Un coro de voces acalló su llanto al son de un villancico, y otro, y otro más,
mientras el burro, ¡mi burro! se acomodaba detrás de la mujer más hermosa que
hayan visto mis ojos, una mulata de pelo azabache. Embelesado, caminé hasta el
pie de la cueva, la miré cautivado por aquellos ojos dulces y risueños. El
hombre que la acompañaba se agachó y bajito me dijo: gracias, compadre, por
traerme al burro. Lo creí perdido. Jesús estará contigo a donde vayas, siempre.
Quise
preguntarle quién era Jesús, pero el hombre se incorporó rápidamente para
ofrecer su mano a una paloma blanca. Un murmullo general volvió a sobrevolar
nuestras cabezas. Alguien comenzó a tocar un cuatro, le acompañó unas maracas y
luego un furruco, un coro bajito comenzó a cantar “Corre caballito, vamos a Belén, a ver a María, y al Niño también…”
No vi al buey,
vi al burro que no era mi burro y que nunca fue mi burro, vi a María, vi a José,
y allí me quedé no sé cuánto tiempo en regocijo, alejado del día a día que me
ha tocado vivir en mi país. Por unas horas, la alegría y la paz se alojaron en
mi alma y… ¿por qué no? ¡La esperanza!
Susana Visalli
Bellísimo!
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