Breves sobre mi vida

      Mi verdadero nombre es Susy, el de cuna, el que me puso mi padre cuando me vio minutos después de nacer. Menudo lío se armó en el registro cuando me inscribió: él insistía en llamarme así mientras le explicaban que los diminutivos no eran aceptados y acabé con un Susana y dos nombres más, los de mis abuelas. Nací y crecí al pie del cerro El Ávila, fiel protector del bello valle de Caracas. Mi primera lengua fue la italiana mezclada con dos dialectos, el boloñés y el siciliano. A los cinco años me hacen repetir el Kínder (Infantil) porque mi maestra me hablaba en castellano y yo contestaba en italiano. ¿Conocen a alguien más que haya repetido plastilina y témpera?

        En casa nunca faltaron libros, papel, colores ni lápices. Los domingos en la mañana eran variados:  visitar el Museo de Bellas Artes, ir a una playa cercana, ver el Circo de Gabi, Fofó y Miliki en la televisión, dibujar, colorear o leer cualquier cosa que compraran en una pequeña librería que habían abierto en un garaje. Era tan tímida (hoy algo menos) que mis padres escogieron un colegio porque ofrecía, entre otras peculiaridades, subir al escenario los viernes, y una vez a la semana leer delante de un micrófono. En mi caso, no sé el porqué, me asignaron Hora y fecha (breves reseñas sobre acontecimientos históricos y culturales que publicaba diariamente el periódico El Nacional). Terminé la primaria igual de timorata pero con lindos recuerdos en la mochila.

        A los diecisiete años tuve la suerte de residir nueve meses en New York. Regreso con el inglés en la cabeza, un certificado de secretariado administrativo en la mano y una profunda repulsión por las formalidades sociales, las medias panties, los tacones y las faldas que me obligaron a usar en la academia.

        Pocos años después, al terminar el tercer ciclo de medicina ―mis padres deseaban tener un doctor en la familia― cuando husmear en cadáveres era lo más normal en mí día a día y un microscopio la ventana a un mundo por descubrir, decidí que quería ser médico forense o pediatra. Lo primero significaba estudiar en el extranjero que, por razones económicas, era impensable. Lo segundo, me espantaba la idea de que algún crío muriera por mi culpa.  Regalé mis dos batas blancas, los instrumentos de disección, los apuntes y conservé los libros, los que consultaría en la carrera de psicopedagogía y que, obviamente, me permitiría compartir con niños y jóvenes sin el temor de verlos morir. Como decidí no convertirme en la doctora, tuve que trabajar media jornada para pagar las mensualidades y los textos. Lo hice con gusto y no me arrepiento.

          En este vaivén me presentan, en el rellano de una escalera, al que siete años después, según un juez, sería mi marido. ¿Dura de casar? No. ¿Se acuerdan que dije que no me gustaban las formalidades? Soy de las que piensan que más ata el amor que un papel pero… a fin de cuentas, soy una hija obediente.

        Trabajé varios años como coordinadora en escuelas y talleres de educación especial en las mañanas. Las tardes las dedicaba a la rehabilitación y reeducación individualizada. Adopté con el corazón a muchos niños pero tan sólo uno lleva nuestros apellidos. Recuerdo que una noche vi una estrella fugaz y pedí un deseo. Alguna hada madrina debe haberme oído… Me aparté por un tiempo del trabajo y me entregué a mi hijo, él se lo merecía y yo también.

        Una tarde, más de diez años atrás, cerré por última vez la puerta del que fuera nuestro apartamento. Con tres maletas y dos grandes bolsos subimos a un avión con boleto de ida. No iba a permitir que nadie adoctrinara a mi hijo, deseaba que creciera libre, al igual que lo hice yo. Dejaba atrás a mi madre, padre, hermana, amigos y la tierra que nos vio crecer, la que nunca más volvería a ser la que fue y yo tampoco.

       Hoy día resido en España y, según dicen, en una de las zonas más frías. He descubierto que me encanta el invierno y responsabilizo a los genes que heredé por ese gusto. A falta de un trabajo formal ―de aquellos que cada fin de mes pasas por go y sigues― comencé a ocupar mi tiempo con la escritura, algo que desde pequeña me ha gustado. Primero, fueron cuentos para mi hijo. Luego, me apunté a dos talleres de escritura presenciales, gratuitos, en la UNED. La profesora que los impartió fue quien me dijo que debía seguir haciéndolo y me animó a participar en algún concurso. Mientras, fui acogida en un taller virtual de escritura. Mucho aprendí: por primera vez un grupo de personas se tomaban su tiempo para leerme, criticarme e indicar los “orrores”. No niego que al tercer escrito sopesé si continuar o renunciar. Continué. Otra decisión de la que no me arrepiento. Fallecen mis padres, afortunadamente, de viejos. Toda una vida y al final debo aprender a despedirme en la distancia. No es ni ha sido fácil.

           Envío un relato a un concurso. Tres libros bajo el brazo como premio y me animo a seguir escribiendo. Me invita un amigo a participar en otro taller virtual, Taller05, gesto que agradezco desde entonces. Pocos meses después, Cuando las gallinas mean, resulta ganadora en un concurso para escritores noveles en la modalidad de novela corta. Fue tal la sorpresa que aún hoy día me cuesta creerlo.

          Soy disléxica, lo cual me obliga a tomar un tiempo extra para ordenar lo que capto del mundo exterior, sean números o letras, y me obliga a revisar con lupa todo lo que escribo. Si lo hago con prisas, he leído Bebacerveza en lugar de Vegacervera en un cartel de una carretera española o decir reaccionó en tardar cuando deseé expresar tardó en reaccionar. Todo se aprende a hacer en la vida si realmente se quiere, incluso a reírse de sí mismo.


          Ahora, con un hijo que ha cumplido la mayoría de edad, mi tiempo libre cada vez es menor ¡Quién lo diría! Pertenecí a la tropa de los voluntarios del Ayuntamiento de San Andrés, colaboré activamente (ahora menos de lo que desearía) con la Asociación de Escritores Noveles de España ―porque creo y comparto sus nobles  objetivos―, continúo adoptando niños con el corazón,  y… escribo. 

            Todavía me falta mucho por aprender.

3 comentarios:

  1. Contar una vida en tan pocos párrafos es admirable. Me encanto esta descripción. Y de alguna manera me sentí idenfiticada. Saludos

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    1. Gracias por leer mis breves. Algún día me dedicaré a escribir las largas... Mientras, sigamos haciendo caminos para cosechar historias que contar. Saludos y que tengas un buen día.

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  2. Buenos días, Susana

    Me gustaría proponerle que colaborase con nosotros escribiendo alguna pieza para nuestro nuevo proyecto de radioteatro. Queremos reavivar este género. ¿Cómo podríamos ponernos en contacto con usted?

    Muchísimas gracias.

    Un cordial saludo,

    Laura Monedero

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