¿Por qué a nuestros niños y jóvenes no les gusta
estudiar? Son pocos, para no decir escasos, aquellos padres que comentan: mi
hijo, en cuanto termina de comer se pone con los deberes y estudia. Y todos los
que lo escuchan nos entra una envidia…
Pero qué tendrá su hijo que no tenga el mío, es lo que
pensamos a la primera. Y entonces comenzamos a ver al nuestro, desconfiando de
nosotros mismos y nos preguntamos ¿lo estaré haciendo bien?
Y nos terminamos de confundir cuando, en una primera reunión
trimestral, el tutor nos informa que nuestro hijo, de seguir así, va a
suspender una, dos o más materias. Pasmados, solo atinamos a preguntar qué
hacer para que no suspenda y el tutor contesta:
─Estudiar más.
Por experiencia propia, cuando un profesor te indica
“estudiar más” quiere decir “memorizar más”, es decir, leer y leer, subrayar y
repetir, como si fuera un Ave María,
las definiciones e ideas principales de los cinco o seis temas que conforman el
capítulo de un libro. (Esto vale para todas las materias excepto matemáticas a
menos que el maestro sea de los que les gusta incluir definiciones en sus
exámenes).
Avanzamos en el curso escolar y nos encontramos
nuevamente sentados frente al tutor quien nos recibe con cara de circunstancia.
Ya pasó la primera mitad del segundo trimestre y nos informa que nuestro hijo
no cumple con los deberes asignados:
─Pero si yo reviso su agenda…
─No, no ─aclara el tutor─ Lo que quiero decir es que no
cumple con algunos o que los trae incompletos.
─Pensé que cumplía con todo porque al no encontrar una
nota suya en la agenda… ─te atreves a plantear.
─Es que su hijo no es el único que viene a clases,
comprenderá…
─Vale ─aceptas solidarizándote con el tutor─ ¿Y con los
exámenes qué tal va? Veo que mejor porque los que me trae a casa…
─Sí ─asevera interrumpiéndonos─ Los que usted ha firmado
están bien. Los que no… ─dice sin completar la frase mientras saca de una
carpeta los exámenes que no estarán firmados y que, sin duda alguna, tu hijo
habrá suspendido.
Terminas la reunión más desalentado que en la anterior,
porque deberás de “vigilar” cual policía a tu hijo y a la vez “confiar” en su
cada vez más mermado interés por estudiar. Y no caes en la cuenta de que el
tutor en ningún momento te arrojó un consejo, o te ofreció algún tipo de apoyo
en aras de mejorar su rendimiento escolar. Simplemente informó, nada más. Lo
que sí te preocupa profundamente es el hecho de descubrir lo que tu hijo aprendió:
a ocultar sus fracasos con la esperanza de que los suspensos se desvanezcan en
el aire.
Tras vigilar, memorizar y atormentar, día tras día, a tu
hijo, el boletín de calificaciones muestra igualmente un par de suspensos en el
segundo trimestre. Mes y medio de trabajos forzados tirados en saco roto. No
sabes qué te duele más: su desinterés o su desaliento. Comienzas a dudar de su capacidad
intelectual, que si valdrá la pena o no martirizarlo con tantos contenidos y
obligaciones, que tal vez no esté lo suficiente maduro para cumplir con las
exigencias escolares. Lo animas a continuar hacia adelante, que los errores
forman parte de los logros, que el esfuerzo tiene premio, y en más de una
ocasión le amenazas con que puede que tenga que repetir el curso…
Tercera y última reunión trimestral del año: el tutor te lanza
inmediatamente después de un buenas tardes:
─No sé qué hacer con tu hijo.
«Si no lo sabes tú que eres el maestro…» piensas mordiéndote
la lengua para no soltarle el resto de los improperios que te cruzan por la
cabeza en ese momento. Callas, tal vez por miedo a que luego se ensañe con tu
niño. Callas, porque aún practicas la educación recibida. Callas, porque frente
a ti está un profesional que sabe más que tú.
A la corta y en varios casos, a la larga, observas que el
desinterés por los estudios y la autoconfianza de tu hijo se tradujo en un
¿para qué, si voy a suspender? Si la analizamos, resulta ser una respuesta muy
inteligente. Nos está diciendo: para qué tanto estudiar y memorizar y no obtener
beneficios…
Claro está que igualmente es una actitud cómoda y derrotista.
Lo de cómoda puede que no preocupe tanto como la derrotista, porque esta última
será la que le impida avanzar cada vez que fracase, porque bien sabemos que equivocarse
forma parte del aprendizaje y en lugar de aprender de los errores, los irá
coleccionando para no olvidar que es un burro o un inútil, mermando cada vez
más la confianza en sí mismo y enterrando esa motivación intrínseca tan
necesaria para seguir adelante y culminar. La misma motivación que nos empuja todos
los días a cumplir rutinas, responsabilidades, obligaciones y que nos hace más
llevadero el día a día: la satisfacción con uno mismo de haberlo hecho a pesar
de que no nos agrada.
A estas alturas os preguntaréis a quién sentaremos en el
banquillo de los culpables. Y os contesto que nos hará falta más de un asiento
porque son varios los implicados (el diseño curricular, metodologías, maestros,
evaluaciones, las tareas, etc) temas que abordaré en post sucesivos. Y me
permito comenzar con los maestros que son los personajes principales donde
confluyen alumnos, padres, contenidos programáticos, metodologías y las
directrices de un diseño curricular.
Si bien es cierto que la educación de un niño o joven
debe de ser una acción de tres: maestro – alumno – padres, observo, en base a
mi experiencia, que en los últimos años hay una tendencia a involucrar más a
los padres. No es un desacierto, pero creo que la zancada es demasiado grande.
No puedo evitar regresar a muchos años antes, a cuando nos tocó a nosotros, los
padres, estudiar y aprender y que fueron nuestros maestros quienes nos
indujeron y motivaron desde sus respectivas cátedras, dentro de las cuatro
paredes del salón de clases y que, como alumnos, teníamos claro cuáles eran
nuestras responsabilidades y obligaciones, mientras nuestros padres, tan
ocupados como los de hoy día, confiaron totalmente nuestra educación a los
maestros.
Es sorprendente la cantidad de jóvenes que en esta década
se conforman con un aprobado en un examen y que, además, están convencidos de que
sus estudios acabarán al tener el certificado de educación secundaria en la mano.
Cuando le preguntas que qué van a hacer después, te contesten con un no tengo
ni idea o con un ya veré. Lo que sí
tienen muy claro es que no quieren estudiar… y nos les culpo, sería injusto
para con ellos porque son simplemente una respuesta a la calidad de la
educación recibida.
Cuando hablo de calidad me refiero en este post a contar
con un maestro cuya función no sea solo impartir conocimientos. Un maestro
tiene que ser un profesional más completo y con una preparación más compleja para
que pueda detectar dificultades propias del desarrollo educativo y brindar una
adecuada orientación a los padres. Que si tiene a un alumno que tiende a
suspender exámenes, que si otro niño no completa los deberes, que si un tercero
no se integra al grupo, digo por nombrar algunas de las incidencias que se
presentan comúnmente en un curso escolar, sepa el maestro atenderlas con
prontitud y con la colaboración de unos
padres debidamente orientados por él mismo. Y no olvidar nunca que no solo los
alumnos son los que deben de educarse, porque también los padres aprendemos y también
necesitamos que nos digan cómo, cuándo, dónde y el por qué.
Al igual que un médico, el maestro siempre debería de
estar allí, presente, cuando lo necesiten, sean sus alumnos, sean los padres.
No me refiero que tienen que correr hasta la casa del alumno, no, pero sí a la
capacidad de observar y diagnosticar. Debe actualizarse, renovar conocimientos y
autoevaluarse constantemente porque verá su reflejo en los logros de sus
discípulos. También debe de practicar la autocrítica para aceptar que está
equivocado y/o buscar ayuda cuando desconoce. Y otro punto importante: estar
libre de colores políticos (a ver si de una buena vez todos comprenden que la
educación es una línea recta con una única dirección, hacia adelante y que solo
es trazada para consolidar el bienestar de un país, el de todos).
Un título o certificado que indica que una persona es
apta para dar clases no es suficiente. Necesitan más horas de prácticas en
calidad de auxiliar que es donde realmente se aprende a manejar los altos y
bajos de un curso, dos a cuatro años consecutivos trabajando codo a codo con el
maestro y los niños en calidad de becario. ¿Y por qué? Porque los maestros son
los constructores de los cerebros de niños y jóvenes, un delicado trabajo que
si no se sabe ejercer tiene consecuencias nefastas.
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