jueves, 21 de enero de 2016

¿Para qué si voy a suspender? (I)



¿Por qué a nuestros niños y jóvenes no les gusta estudiar? Son pocos, para no decir escasos, aquellos padres que comentan: mi hijo, en cuanto termina de comer se pone con los deberes y estudia. Y todos los que lo escuchan nos entra una envidia…

Pero qué tendrá su hijo que no tenga el mío, es lo que pensamos a la primera. Y entonces comenzamos a ver al nuestro, desconfiando de nosotros mismos y nos preguntamos ¿lo estaré haciendo bien?

Y nos terminamos de confundir cuando, en una primera reunión trimestral, el tutor nos informa que nuestro hijo, de seguir así, va a suspender una, dos o más materias. Pasmados, solo atinamos a preguntar qué hacer para que no suspenda y el tutor contesta:

­─Estudiar más.

Por experiencia propia, cuando un profesor te indica “estudiar más” quiere decir “memorizar más”, es decir, leer y leer, subrayar y repetir, como si fuera un Ave María, las definiciones e ideas principales de los cinco o seis temas que conforman el capítulo de un libro. (Esto vale para todas las materias excepto matemáticas a menos que el maestro sea de los que les gusta incluir definiciones en sus exámenes).

Avanzamos en el curso escolar y nos encontramos nuevamente sentados frente al tutor quien nos recibe con cara de circunstancia. Ya pasó la primera mitad del segundo trimestre y nos informa que nuestro hijo no cumple con los deberes asignados:

─Pero si yo reviso su agenda…

─No, no ─aclara el tutor─ Lo que quiero decir es que no cumple con algunos o que los trae incompletos.

─Pensé que cumplía con todo porque al no encontrar una nota suya en la agenda… ─te atreves a plantear.

─Es que su hijo no es el único que viene a clases, comprenderá…

─Vale ─aceptas solidarizándote con el tutor─ ¿Y con los exámenes qué tal va? Veo que mejor porque los que me trae a casa…

─Sí ─asevera interrumpiéndonos─ Los que usted ha firmado están bien. Los que no… ─dice sin completar la frase mientras saca de una carpeta los exámenes que no estarán firmados y que, sin duda alguna, tu hijo habrá suspendido.

Terminas la reunión más desalentado que en la anterior, porque deberás de “vigilar” cual policía a tu hijo y a la vez “confiar” en su cada vez más mermado interés por estudiar. Y no caes en la cuenta de que el tutor en ningún momento te arrojó un consejo, o te ofreció algún tipo de apoyo en aras de mejorar su rendimiento escolar. Simplemente informó, nada más. Lo que sí te preocupa profundamente es el hecho de descubrir lo que tu hijo aprendió: a ocultar sus fracasos con la esperanza de que los suspensos se desvanezcan en el aire.

Tras vigilar, memorizar y atormentar, día tras día, a tu hijo, el boletín de calificaciones muestra igualmente un par de suspensos en el segundo trimestre. Mes y medio de trabajos forzados tirados en saco roto. No sabes qué te duele más: su desinterés o su desaliento. Comienzas a dudar de su capacidad intelectual, que si valdrá la pena o no martirizarlo con tantos contenidos y obligaciones, que tal vez no esté lo suficiente maduro para cumplir con las exigencias escolares. Lo animas a continuar hacia adelante, que los errores forman parte de los logros, que el esfuerzo tiene premio, y en más de una ocasión le amenazas con que puede que tenga que repetir el curso…

Tercera y última reunión trimestral del año: el tutor te lanza inmediatamente después de un buenas tardes:

─No sé qué hacer con tu hijo.

«Si no lo sabes tú que eres el maestro…» piensas mordiéndote la lengua para no soltarle el resto de los improperios que te cruzan por la cabeza en ese momento. Callas, tal vez por miedo a que luego se ensañe con tu niño. Callas, porque aún practicas la educación recibida. Callas, porque frente a ti está un profesional que sabe más que tú.

A la corta y en varios casos, a la larga, observas que el desinterés por los estudios y la autoconfianza de tu hijo se tradujo en un ¿para qué, si voy a suspender? Si la analizamos, resulta ser una respuesta muy inteligente. Nos está diciendo: para qué tanto estudiar y memorizar y no obtener beneficios…

Claro está que igualmente es una actitud cómoda y derrotista. Lo de cómoda puede que no preocupe tanto como la derrotista, porque esta última será la que le impida avanzar cada vez que fracase, porque bien sabemos que equivocarse forma parte del aprendizaje y en lugar de aprender de los errores, los irá coleccionando para no olvidar que es un burro o un inútil, mermando cada vez más la confianza en sí mismo y enterrando esa motivación intrínseca tan necesaria para seguir adelante y culminar. La misma motivación que nos empuja todos los días a cumplir rutinas, responsabilidades, obligaciones y que nos hace más llevadero el día a día: la satisfacción con uno mismo de haberlo hecho a pesar de que no nos agrada. 

A estas alturas os preguntaréis a quién sentaremos en el banquillo de los culpables. Y os contesto que nos hará falta más de un asiento porque son varios los implicados (el diseño curricular, metodologías, maestros, evaluaciones, las tareas, etc) temas que abordaré en post sucesivos. Y me permito comenzar con los maestros que son los personajes principales donde confluyen alumnos, padres, contenidos programáticos, metodologías y las directrices de un diseño curricular.

Si bien es cierto que la educación de un niño o joven debe de ser una acción de tres: maestro – alumno – padres, observo, en base a mi experiencia, que en los últimos años hay una tendencia a involucrar más a los padres. No es un desacierto, pero creo que la zancada es demasiado grande. No puedo evitar regresar a muchos años antes, a cuando nos tocó a nosotros, los padres, estudiar y aprender y que fueron nuestros maestros quienes nos indujeron y motivaron desde sus respectivas cátedras, dentro de las cuatro paredes del salón de clases y que, como alumnos, teníamos claro cuáles eran nuestras responsabilidades y obligaciones, mientras nuestros padres, tan ocupados como los de hoy día, confiaron totalmente nuestra educación a los maestros.

Es sorprendente la cantidad de jóvenes que en esta década se conforman con un aprobado en un examen y que, además, están convencidos de que sus estudios acabarán al tener el certificado de educación secundaria en la mano. Cuando le preguntas que qué van a hacer después, te contesten con un no tengo ni idea o con un ya veré. Lo que sí tienen muy claro es que no quieren estudiar… y nos les culpo, sería injusto para con ellos porque son simplemente una respuesta a la calidad de la educación recibida.

Cuando hablo de calidad me refiero en este post a contar con un maestro cuya función no sea solo impartir conocimientos. Un maestro tiene que ser un profesional más completo y con una preparación más compleja para que pueda detectar dificultades propias del desarrollo educativo y brindar una adecuada orientación a los padres. Que si tiene a un alumno que tiende a suspender exámenes, que si otro niño no completa los deberes, que si un tercero no se integra al grupo, digo por nombrar algunas de las incidencias que se presentan comúnmente en un curso escolar, sepa el maestro atenderlas con prontitud y con la colaboración  de unos padres debidamente orientados por él mismo. Y no olvidar nunca que no solo los alumnos son los que deben de educarse, porque también los padres aprendemos y también necesitamos que nos digan cómo, cuándo, dónde y el por qué.

Al igual que un médico, el maestro siempre debería de estar allí, presente, cuando lo necesiten, sean sus alumnos, sean los padres. No me refiero que tienen que correr hasta la casa del alumno, no, pero sí a la capacidad de observar y diagnosticar. Debe actualizarse, renovar conocimientos y autoevaluarse constantemente porque verá su reflejo en los logros de sus discípulos. También debe de practicar la autocrítica para aceptar que está equivocado y/o buscar ayuda cuando desconoce. Y otro punto importante: estar libre de colores políticos (a ver si de una buena vez todos comprenden que la educación es una línea recta con una única dirección, hacia adelante y que solo es trazada para consolidar el bienestar de un país, el de todos).

Un título o certificado que indica que una persona es apta para dar clases no es suficiente. Necesitan más horas de prácticas en calidad de auxiliar que es donde realmente se aprende a manejar los altos y bajos de un curso, dos a cuatro años consecutivos trabajando codo a codo con el maestro y los niños en calidad de becario. ¿Y por qué? Porque los maestros son los constructores de los cerebros de niños y jóvenes, un delicado trabajo que si no se sabe ejercer tiene consecuencias nefastas. 

La motivación intrínseca de toda persona reposa en la propia autoestima y se cultiva desde los primeros años escolares; el aprendizaje se cosecha en base a las vivencias y los objetivos de la educación se logran de la mano de los maestros, en nadie más. Un maestro debe de ser el que guía y aconseja a los alumnos y a sus respectivos padres. Es el intermediario entre la familia y el futuro de un país. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario