Un día le pregunté a un amigo y padre de tres niñas (siete,
diez y trece años de edad) porqué traía cara de enfadado. Verás, me contestó,
es que mis hijas quieren que compre otro televisor y he dicho que no, que de
eso nada. La mayor me amenazó con irse a vivir a casa de una amiga, la de diez
me dijo que entonces no me hablaría nunca más y, la pequeña le preguntó a la grande
si podía irse con ella. Ya me dirás cómo me siento… Y para más inri, cada una
quiere uno, o sea, tres televisores. Tres es una exageración, le dije, pero
creo que uno no representaría mayor gasto. No es por dinero, me dijo, es que
por lo menos una vez al día, aunque sea por media hora estamos juntos, todos,
en familia viendo algún programa.
En el post anterior, Vamos a ver la televisión (I), prometí contaros acerca de otros
programas que podemos compartir con nuestros hijos. Con la variedad que existe
hoy día, resulta fácil encontrarlos. Si descartamos los programas rosa, los de
cotilleo, los noticieros (más que nada porque considero que las imágenes no son
aptas para niños), los culebrones, las series que presentan homicidios con
escenas tan crudas y reales que disgusta incluso a los adultos y, programas
disque comedias donde muestran que es de lo más normal tirarle una maceta al
vecino…, nos quedan entonces, los deportivos, los de cocina, historia,
naturaleza, concursos y algunos más que se me escapan ahora, aparte de las
películas.
Pero, ¿me tengo que “calar” programas y series que realmente
no me atraen y perderme el siguiente capítulo de mi favorito? No, siempre las
podréis ver en horario “cuando los niños duermen”. Además, para asegurarnos de
que no se cumpla aquello de que la fruta prohibida es más provocativa, os
recomiendo programar en vuestro televisor los canales permitidos y prohibidos.
No olvidéis que nuestros hijos están a una tecla de distancia para encender la
caja mágica y nosotros, los padres, no somos dioses ni podemos estar en dos
lugares a la vez.
Días atrás, estábamos un grupo de adultos y tres niños en la
sala de espera de un ambulatorio. Dos de los niños, después del acostumbrado “sí,
quiero jugar, pero primero déjame conocerte” acabaron compartiendo colores y
folios sobre una silla, mientras que el tercero se dedicó (hasta que me
llamaron para entrar a consulta) a apuntar con una pistola de juguete a cada
uno de los presentes, una y otra vez, con mirada desafiante. Me fue imposible
no asociarlo con las escenas en las que se muestran a francotiradores y serial killers. Y lo que más me
impresionó fue que ni la madre ni el padre abrieron la boca, aunque fuera solo
para decirle al crío: apuntar es de mala educación.
¿Qué deseo transmitir con esta experiencia? Simplemente que
nuestros niños se creen a pies juntillas todo lo que ven en la televisión, lo
imitan y que, nosotros, los padres, hemos permitido que nos desvirtúen nuestra
realidad y escala de valores, sea en el nombre de la avasallante modernización
tecnológica o en el de nuestra comodidad y apoltronamiento.
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