miércoles, 6 de mayo de 2015

Vamos a ver la televisión (II)

Un día le pregunté a un amigo y padre de tres niñas (siete, diez y trece años de edad) porqué traía cara de enfadado. Verás, me contestó, es que mis hijas quieren que compre otro televisor y he dicho que no, que de eso nada. La mayor me amenazó con irse a vivir a casa de una amiga, la de diez me dijo que entonces no me hablaría nunca más y, la pequeña le preguntó a la grande si podía irse con ella. Ya me dirás cómo me siento… Y para más inri, cada una quiere uno, o sea, tres televisores. Tres es una exageración, le dije, pero creo que uno no representaría mayor gasto. No es por dinero, me dijo, es que por lo menos una vez al día, aunque sea por media hora estamos juntos, todos, en familia viendo algún programa.


En el post anterior, Vamos a ver la televisión (I), prometí contaros acerca de otros programas que podemos compartir con nuestros hijos. Con la variedad que existe hoy día, resulta fácil encontrarlos. Si descartamos los programas rosa, los de cotilleo, los noticieros (más que nada porque considero que las imágenes no son aptas para niños), los culebrones, las series que presentan homicidios con escenas tan crudas y reales que disgusta incluso a los adultos y, programas disque comedias donde muestran que es de lo más normal tirarle una maceta al vecino…, nos quedan entonces, los deportivos, los de cocina, historia, naturaleza, concursos y algunos más que se me escapan ahora, aparte de las películas.

Pero, ¿me tengo que “calar” programas y series que realmente no me atraen y perderme el siguiente capítulo de mi favorito? No, siempre las podréis ver en horario “cuando los niños duermen”. Además, para asegurarnos de que no se cumpla aquello de que la fruta prohibida es más provocativa, os recomiendo programar en vuestro televisor los canales permitidos y prohibidos. No olvidéis que nuestros hijos están a una tecla de distancia para encender la caja mágica y nosotros, los padres, no somos dioses ni podemos estar en dos lugares a la vez.

Días atrás, estábamos un grupo de adultos y tres niños en la sala de espera de un ambulatorio. Dos de los niños, después del acostumbrado “sí, quiero jugar, pero primero déjame conocerte” acabaron compartiendo colores y folios sobre una silla, mientras que el tercero se dedicó (hasta que me llamaron para entrar a consulta) a apuntar con una pistola de juguete a cada uno de los presentes, una y otra vez, con mirada desafiante. Me fue imposible no asociarlo con las escenas en las que se muestran a francotiradores y serial killers. Y lo que más me impresionó fue que ni la madre ni el padre abrieron la boca, aunque fuera solo para decirle al crío: apuntar es de mala educación.

¿Qué deseo transmitir con esta experiencia? Simplemente que nuestros niños se creen a pies juntillas todo lo que ven en la televisión, lo imitan y que, nosotros, los padres, hemos permitido que nos desvirtúen nuestra realidad y escala de valores, sea en el nombre de la avasallante modernización tecnológica o en el de nuestra comodidad y apoltronamiento.  

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