Leo los pasos a seguir en el caso de que un niño, tu hijo,
sea una víctima más del acoso escolar y termino preguntándome si alguna vez él llegará
a olvidar tan amargos recuerdos de su infancia y adolescencia y si se quedó con
el resquemor de vengarse, aunque sea un poquito, de aquel desgraciado que se
carcajeaba a costa de su dolor.
Leo dichos pasos y me recuerda la inutilidad total cuando
veo el noticiero: otra joven se suicida. ¿Cómo es posible que en este siglo
lleno de nuevas tecnologías y avances científicos nuestros jóvenes prefieren
suicidarse a continuar viviendo?
¿Por qué los compañeros callan? ¿Por qué, aparentemente, los
maestros y profesores miran para otro lado? ¿Por qué los padres son los únicos
que saben que su hijo no está mintiendo cuando les cuenta que fulanito le bajó
los pantalones en el patio del recreo… una vez más frente a los demás
compañeros? Una posible respuesta es la impunidad ante los hechos, la falta de
aplicación de la justicia desde temprana edad, aquello tan sencillo como “quien
la hace, la paga”.
No, no estoy hablando de condenar y meter presos a niños y
jóvenes ni de imponer un tribunal
disciplinario escolar que se dedique a perseguir malhechores, pero sí hablo de revisar
el protocolo de actuación que el centro educativo debe aplicar en el caso de la
denuncia de un posible acoso escolar y, también, de ser más contundentes con
las acciones sobre el acosado y el acosador, de que prevalezca el sentido
común, el olvidado sentido común sobre el cual reposan las teorías psicológicas
y que, por lo visto, nos empeñamos en dejar de lado porque solo sirven para tratar
a los locos. Algo tan sencillo como: tú,
fulanito ¿le bajaste los pantalones a menganito en el patio del recreo? Pues entonces,
durante los siguientes cinco recreos te dedicarás a barrer el patio, una acción
comunitaria por el bien de todos.
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