lunes, 23 de febrero de 2015

Evaluar y valorar no son lo mismo ni se escriben igual

Si bien es cierto que en la educación primaria vamos instaurando en los alumnos que las evaluaciones o exámenes forman parte del aprendizaje, a partir de la secundaria es un tema obligado que cuyo peso puede llegar a representar un suspenso contundente. No en balde podemos observar que en el primer curso de la educación secundaria florecen mágicamente calificaciones de uno, dos y tres sobre diez en la mayoría de los boletines. 


Uno o dos exámenes trimestrales por lo general representan hasta un ochenta por ciento de la evaluación. El veinte por ciento restante es valorado en base a la asignación de trabajos, cumplimiento de tareas o deberes, actitud y conducta.

No podemos olvidar que ese ochenta por ciento se deben de aprobar o no en un máximo de dos horas del total del trimestre en una materia, como por ejemplo, Lengua o matemáticas, que poseen por lo general entre 4 o 5 horas semanales de clases.

También es cierto que durante la educación secundaria, y más en el bachillerato, este sistema de reparto de porcentajes están reflejando lo que los futuros estudiantes universitarios deberán de afrontar durante sus carreras: el que un examen de cada materia será el que dictamine el avance progresivo continuo o escalonado en una carrera.

Soy de las que insisto que una buena evaluación asegura un buen aprendizaje, y también que una evaluación no es un examen o dos o tres, más bien debe de ser continua para realmente lograr el objetivo final: aprender y saber aplicar lo aprendido.

Os voy a contar una de mis experiencias a nivel universitario: Cuando me asignaron la cátedra de Diseño curricular,  mi primera inquietud fue cómo cumplir con los objetivos de la asignatura (una materia densa y fría, pero básica para todos los que nos dedicamos a la educación) y con una carga de tres horas pedagógicas semanales. Decidí optar por la evaluación continua mediante exámenes tipo test, una prueba de desarrollo bimestral y un trabajo práctico final.

Los exámenes tipo test tenían entre diez y quince preguntas dependiendo, y me disculpan la redundancia, del tipo de test que utilicé: responder con verdadero o falso, o bien, escogiendo la respuesta correcta en uno de múltiple selección, o los de completar textos o simplemente aquéllos de respuestas breves. Cualquiera de ellos debían de ser resueltos en un máximo de quince minutos.

Con cada tema nuevo, el alumno resolvía dos test: uno, al comienzo (con esto los obligaba a asistir a clases habiéndolo leído previamente e indirectamente induje una mayor y activa participación) y luego, otro test al final del tema. Ambos test nos orientaba, tanto a los alumnos como a mí, sobre si habíamos alcanzado o no los objetivos. Estos test representaron el 35% del total de la nota final, las pruebas bimestrales un 45% y el trabajo práctico un 20%.  Todos los exámenes y trabajos fueron devueltos a sus autores para que aprendieran de sus errores.

No voy a negar que representó más trabajo para mí y más rompedera de cabeza para ellos y que, claro está, no faltaron las quejas y los ¡buf, profesora!, pero razonar y discutir el porqué de que una respuesta fuera la correcta o no después de devueltos los exámenes, aunque llevara una segunda intención (la de ganar un punto o dos, por ejemplo) los hizo pensar sobre Diseño curricular. Es posible que un examen semanal haya sido mucho pero sí estoy segura de que se graduaron siendo capaces de diseñar y distribuir contenidos curriculares para el ámbito educativo.


Recuerdo que siempre les recalqué que yo no los evaluaba, que eran ellos los que se estaban autoevaluando y que, mi función no era otra que la ser un guía que está obligado a valorar sus progresos porque la ley de educación así lo exige. Evaluar y valorar son dos cosas muy diferentes.

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