martes, 30 de septiembre de 2014

Ya lo sé…

—Recoge tu habitación.
—Ya voy, mamá.
—Ya voy ¿cuándo?
—¡Ay, mamá, dame cinco segundos! —dice sin despegar la vista del video juego.
Cinco minutos después, cuando la mamá sale del baño:
—¿Y todavía no has recogido?
—¡Ya va!
—¿Y no tienes nada que estudiar para mañana?
—¡Pero mamá!
—Además, merendaste y dejaste fuera del frigorífico el bote de la leche…
—Ya lo sé…
—Con lo que cuesta la vida hoy día…
—Ya lo sé.
—Sí, ya lo sé, ya lo sé, ya lo sé y ¡no sabes nada! —remata la madre desesperada.

Muchos años atrás escuché a un reconocido cómico venezolano, Claudio Nazoa,  decir que con gusto congelaría a sus hijos adolescentes hasta los veinte y cinco años. En aquel entonces me reí con ganas y hoy le doy la razón.

La adolescencia es una etapa que se sufre, se padece y no tiene tratamiento preventivo ni cursos aleccionadores. No hay pautas sino hormonas que reaccionan. Hoy me gusta, mañana no. Ahora soy mujer, pero no tires mis muñecas. Pero si apenas son las doce de la noche… ¿Cuidar de mi hermanita? Jooo… ¿Sacar al perro? Jooo… ¿Recoger la mesa? Jooo…

Cualquier situación les incomoda, les fastidia, les da repelús, y a nosotros también: nos incomoda pedirles que hagan algo porque a priori ya sabemos lo que nos van a contestar, pero nuestro repelús es otro: el preguntarnos una y otra vez qué será de nuestros hijos el día de mañana.

Sentimos que nuestra paciencia se agota y que ellos se aprovechan de eso. Si los dejas hacer, ellos estarán contentos y uno, a la espera de que un destello cerebral les diga: mira, no he recogido la habitación; fíjate que la semana que viene comienzan los exámenes; ayudo a mamá con los platos…

Pues… los invito a sentarse en un cojín bien mullido mientras decidan esperar ese destello celestial. ¡Y cuidado…! De llegar a ocurrir, prepárense padres… porque de seguro, detrás hay una fiesta, una salida, una petición, cualquier cosa que saben que no será fácil de obtener.

Y mientras tanto, ánimo, que la adolescencia no dura toda la vida (al menos eso me dicen, je, je). Si, ya sé que conversar con ellos no es tarea fácil, nuestros intereses divergen en direcciones opuestas, y si no lo creen, recuerden cómo fuimos a su edad: nuestros padres decían que el rock era música de tontos y Los Rolling Stone, unos melenudos que berreaban. No os digo, por ejemplo, que ahora salgáis corriendo a haceros un tatuaje o poner un piercing, no (a menos que haya sido uno de vuestros sueños no resueltos y/o os haga ilusión) pero sí procuren tener una conversación sobre los pro y los contra, sin prohibir, sin ser tajantes ni impositivos (¿recuerdan la vez que nos fuimos a un sitio habiendo dicho que íbamos a otro?).


Por más que sintamos que tenemos la batalla perdida, que nuestros hijos ya no son los querubines que nos conquistaron con sus miradas y ocurrencias, que ahora tienen espinillas y granos, ideas propias y descabelladas, y que sus respuestas son monosilábicas, no olvidemos nunca que somos el pedacito de tierra firme que volverán a pisar cuando sientan que nos necesitan, que a fin de cuentas somos padres que, al igual que ellos, aprendemos haciendo camino.  

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