Si bien es cierto que en la educación primaria vamos
instaurando en los alumnos que las evaluaciones o exámenes forman parte del
aprendizaje, a partir de la secundaria es un tema obligado que cuyo peso puede llegar
a representar un suspenso contundente. No en balde podemos observar que en el
primer curso de la educación secundaria florecen mágicamente calificaciones de
uno, dos y tres sobre diez en la mayoría de los boletines.
Uno o dos exámenes
trimestrales por lo general representan hasta un ochenta por ciento de la
evaluación. El veinte por ciento restante es valorado en base a la asignación
de trabajos, cumplimiento de tareas o deberes, actitud y conducta.
No podemos olvidar que ese ochenta por ciento se deben de aprobar
o no en un máximo de dos horas del total del trimestre en una materia, como por
ejemplo, Lengua o matemáticas, que poseen por lo general entre 4 o 5 horas semanales
de clases.
También es cierto que durante la educación secundaria, y más
en el bachillerato, este sistema de reparto de porcentajes están reflejando lo
que los futuros estudiantes universitarios deberán de afrontar durante sus
carreras: el que un examen de cada
materia será el que dictamine el avance progresivo continuo o escalonado en una
carrera.
Soy de las que insisto que una buena evaluación asegura un
buen aprendizaje, y también que una evaluación no es un examen o dos o tres,
más bien debe de ser continua para realmente lograr el objetivo final: aprender
y saber aplicar lo aprendido.
Os voy a contar una
de mis experiencias a nivel universitario: Cuando me asignaron la cátedra de Diseño curricular, mi primera inquietud fue cómo cumplir con los
objetivos de la asignatura (una materia densa y fría, pero básica para todos
los que nos dedicamos a la educación) y con una carga de tres horas pedagógicas
semanales. Decidí optar por la evaluación continua mediante exámenes tipo test,
una prueba de desarrollo bimestral y un trabajo práctico final.
Los exámenes tipo test tenían entre diez y quince preguntas dependiendo,
y me disculpan la redundancia, del tipo de test que utilicé: responder con
verdadero o falso, o bien, escogiendo la respuesta correcta en uno de múltiple
selección, o los de completar textos o simplemente aquéllos de respuestas
breves. Cualquiera de ellos debían de ser resueltos en un máximo de quince
minutos.
Con cada tema nuevo, el alumno resolvía dos test: uno, al
comienzo (con esto los obligaba a asistir a clases habiéndolo leído previamente
e indirectamente induje una mayor y activa participación) y luego, otro test al
final del tema. Ambos test nos orientaba, tanto a los alumnos como a mí, sobre
si habíamos alcanzado o no los objetivos. Estos test representaron el 35% del
total de la nota final, las pruebas bimestrales un 45% y el trabajo práctico un
20%. Todos los exámenes y trabajos
fueron devueltos a sus autores para que aprendieran de sus errores.
No voy a negar que representó más trabajo para mí y más
rompedera de cabeza para ellos y que, claro está, no faltaron las quejas y los
¡buf, profesora!, pero razonar y discutir el porqué de que una respuesta fuera
la correcta o no después de devueltos los exámenes, aunque llevara una segunda
intención (la de ganar un punto o dos, por ejemplo) los hizo pensar sobre Diseño
curricular. Es posible que un examen semanal haya sido mucho pero sí estoy
segura de que se graduaron siendo capaces de diseñar y distribuir contenidos
curriculares para el ámbito educativo.
Recuerdo que siempre les recalqué que yo no los evaluaba,
que eran ellos los que se estaban autoevaluando y que, mi función no era otra
que la ser un guía que está obligado a valorar sus progresos porque la ley de
educación así lo exige. Evaluar y valorar son dos cosas muy diferentes.