Días atrás vi el titular de un post «Síntomas de TDAH: las
claves para detectarlos en el contexto escolar». Lo que me llamó la atención
fue claves para detectarlos en el
contexto escolar. Entiéndase por TDAH: Trastorno por Déficit de Atención
con Hiperactividad. Caray, me dije, tengo que leerlo. Resultó que en poco más
de quinientas palabras intentaba explicar qué es el TDAH y cómo se manifiesta
y, lo que más me sorprendió fue concluir, en base al contenido del post, que
casi cualquier niño puede presentar dicho trastorno. Me explico:
En cuanto a los síntomas, que según el diccionario de la
Real Academia Española, son los indicios o señales de una cosa que
está ocurriendo o que va a ocurrir (y también pueden revelar una enfermedad): ¿Qué
niño hoy día no tiende a ser inquieto, distraído, impulsivo, con dificultad
para acabar las asignaciones y tareas? ¿Qué niño logra organizar y planificar
su tiempo? ¿Qué niño no se deja llevar hasta la nube de su imaginación mientras
un profesor está bla, bla, bla? ¿Qué niño es realmente ordenado y no ha perdido
sus cosas con facilidad?
En la época que nos ha tocado vivir donde padres y madres no
pueden comulgar horarios de trabajo con los de la escuela, que la vida se ha
convertido en un come, trabaja y duerme, que suplantamos la convivencia familiar con
artefactos de última tecnología, desde teléfonos móviles a juegos electrónicos
y pantallas 3D, con abuelos que ponen lo mejor de sí mismos para educar a sus
nietos, con salones de clases con 30 a 40 alumnos bajo la tutela de un solo
profesor que tiene que cumplir con objetivos y contenidos, y que, además,
hablando claro, ha perdido el respeto de su comunidad y por ende, la autoridad.
Estoy convencida de que estamos fallando, que el sistema
educativo está extemporáneo, sobre todo a nivel de educación infantil y
primaria porque en dichas dos etapas es donde se debe de aprender a organizar y
planificar el tiempo, a ser ordenado y disciplinado, que las actividades en
clases se deben de cumplir, de que todo tiene un comienzo y un final, que los
aciertos ocurren después de cometer errores, que nadie nació genio y que
mediante el esfuerzo constante se alcanzan los objetivos y los premios.
Entonces habrá menos niños inquietos, distraídos e impulsivos.
En cuanto a los signos (que en medicina es lo que se
determina mediante pruebas, por ejemplo, la fiebre es un signo que indica la
presencia de algún cuadro vírico o infeccioso) para detectar un posible TDAH
hay uno que sí es determinante: la hiperactividad. Si se observa que, constantemente,
un niño se mueve (es decir, no para quieto sea lo que sea esté haciendo), que
sentado cambia de postura, moviendo pies, piernas y/o brazos, manos, dedos,
molesta a sus compañeros e interrumpe la clase, entonces sí que podemos estar
frente a un posible trastorno por déficit de atención con hiperactividad. Digo
posible porque hay que diferenciarlo de mala crianza o, de una constante necesidad
de llamar la atención, además de descartar otras causas neurofisiológicas y
sociológicas.
Si la hiperactividad es evidente, es decir, es un niño (y me
perdonan si lo repito) que “no para quieto”, entonces es una hiperactividad
motórica. Pero también existe la que no es tan evidente, y que erróneamente
denominan TDA, trastorno por déficit de atención: niños que aparentemente son
tranquilos, digo aparentemente porque la hiperactividad es mental, no física.
Niños que parecieran que vivieran en otro mundo, con sus miradas que pasean por
el ambiente que les rodea y arrancan el vuelo con cada mosca que ven, y que,
para el asombro de sus profesores responden correctamente a esas “preguntas
sorpresa” que se hacen para ver si están o no prestando atención.
Si hay hiperactividad, entonces habrá déficit de atención.
Un niño que “no para quieto” no puede tener la capacidad de captar, prestar
atención y concentrarse en las actividades. Es como si condujéramos el coche a
ciento cincuenta por hora y nos preguntaran cuántos nidos de cigüeñas hay en el
camino. Y sin embargo, esos mismos niños nos sorprenden cuando al ver una
película no pierden detalle alguno al contárnosla. Entonces, ¿dónde queda el
déficit de atención, esa atención tan preciada por todos los maestros? En los
niños, dicha atención queda alojada en la endemoniada rutina escolar, en
llenarlos de contenidos que sabemos que a la corta, y de seguro a la larga,
quedarán sumergidos en el olvido de cada uno de sus alumnos.
Sea la hiperactividad que sea, existen pruebas neurológicas
que aportan y descartan, y también hay equipos de profesionales que tienden a
recetar fármacos que reducen los impulsos con su consecuente mejoría de la
atención. Y también se ha demostrado que los niños pueden superar sus propias
barreras con la adecuada intervención de un bloque interdisciplinario compuesto
por educadores, psicólogos, psicopedagogos, sociólogos y padres.
Recordaré siempre las palabras de un profesor de una de las
cátedras de psicopedagogía: No existen las dificultades en el aprendizaje en
niños y jóvenes, lo que hay son malos maestros, y los malos maestros ni guían a
los alumnos ni tampoco a sus respectivos padres.
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